Así fueron los 100 días más oscuros en la historia de Ruanda (1/2)
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Entre abril y julio de 1994 cerca de un millón de personas fueron asesinadas en Ruanda. En cien días los hutus llevaron a los tutsis al borde del exterminio. Los sobrevivientes del genocidio cuentan la historia 25 años después.
La tragedia parecía fraguarse ante sus ojos, pero pocos la anticiparon. Desde 1989, cuando Luck Ndunguye llegó al mundo en la ciudad sureña de Butare, ya era una época peligrosa para nacer en Ruanda. Las tensiones entre las etnias hutu y tutsi se elevaban con el paso de los días. Cuando tenía unos tres años vio "al Interahamwe caminando detrás de un convoy de autobuses; silbaban y entonaban canciones de guerrerros, fue aterrador", recuerda Luck. El Interahamwe, fue un grupo paramilitar integrado por hutus, la etnia más grande del país.
Amenazantes, esos cantos serían los mismos que repetirían como un ritual algunos hutus después de liquidar a sus víctimas dos años después. Aunque Luck tenía miedo, no entendía nada. No sabía que había nacido tutsi como sus padres, y sus hermanos; y que pertenecer a ese grupo sería más adelante su sentencia de muerte y la de toda su familia.
El pequeño no entendía que había venido al mundo en un país que dividía a sus ciudadanos por etnias. Ni que la suya era la minoría; y la de sus vecinos, la mayoría. Tampoco que esa división era herencia del periodo colonial: los belgas, cuando se apoderaron de Ruanda a finales del siglo XIX, clasificaron a la población de acuerdo al grupo al que pertenecía y crearon identificaciones que señalaba quién era hutu y quién tutsi. Luck desconocía que los europeos creyeron a su etnia superior y por eso le otorgó mejores empleos, relegando a la mayoría hutu a labores menos elegantes. No sabía que estos empezarían a alimentar un rencor visceral y que aprovecharían la independencia de Ruanda en 1962 para tomar el control.
En 1992, cuando tenía tres años, junto a su madre y su hermano, se mudó a Kigali, capital de Ruanda. "Nuestro padre se quedó en Butare con mi hermana Claudine". El año siguiente "las manifestaciones del Interahamwe fueron cada vez más violentas. Poco a poco comencé a darme cuenta de que la situación se estaba deteriorando", dijo a France 24, Luck, que ahora tiene 30 años.
Un avión es derribado, muere el presidente de Ruanda e inicia el genocidio
Aunque en 1993 se firmó un acuerdo de paz entre el Frente Patriótico Ruandés (FPR), formado por rebeldes tutsis exiliados en otros países, y el Gobierno, el odio ya arreciaba. Desde su creación en 1980, El FPR venía tranzando una aguda lucha con el Gobierno hutu desde que subió al poder. El 6 de abril de 1994, cuando la radio anunció que la aeronave en la que viajaba el presidente Juvénal Habyarimana (de la etnia hutu), junto a su homólogo de Burundi, fue derribada y ambos murieron, se desató una de las peores masacres del siglo XX.
"Los extremistas incitaron a la población hutu a matar a los tutsis todos los días, considerándolos indivisibles de los rebeldes. El Gobierno le dijo a la población hutu que, a menos que todos los tutsis fueran derrotados, el país volvería al Gobierno tutsi como lo habían experimentado en el periodo colonial", explica Phil Clark, profesor de política internacional en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres.
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© {{ scope.credits }}Los hutus pensaron que habían sido los rebeldes quienes asesinaron al presidente aunque, 25 años después, no se sepa con certeza quién lo hizo. Al día siguiente, el 7 de abril de 1994, la primera ministra ruandesa Agathe Uwilingiyimana y diez soldados belgas de las fuerzas de la ONU que la custodiaban fueron asesinados brutalmente por militares del Gobierno que se aliaron con los hutus. Bélgica y Naciones Unidas retiraron sus fuerzas del país.
"Ruanda tenía un interés estratégico muy limitado para las potencias internacionales en 1994. Era un país en medio de África, sin recursos naturales. Los actores internacionales no sabían dónde estaba y creían que no importaba lo suficiente", señala el profesor Clark. Por eso no intervinieron. Los pocos medios que estuvieron presentes documentaron el horror que la comunidad internacional ignoró.
Los tutsis quedaron abandonados a su suerte
Luck, su madre y unos vecinos decidieron abandonar su casa y dirigirse al centro de Kigali hasta uno de los pocos campamentos seguros de la ONU. "Pasamos por una casa cerca de nuestros vecinos, todos los ocupantes habían sido asesinados. Incluso había una amiga de mi madre que había sido echada en una zanja de agua con su marido. Todos muertos. Fue la primera vez que vi una persona muerta", relata. No comprendía por qué, si hablaban el mismo idioma y compartían la misma cultura, unos asesinaban a otros.
Los hutus usaban machetes, el arma más común para asesinar a los tutsis. Muchos de los asesinos eran civiles "que creían en la propaganda del Gobierno", añadió Clark. Y mientras, en la radio, se alentaban las masacres. Durante tres meses los hutus se despojaron de humanidad y el mundo entendió que el odio era más mortífero que las armas. No importaba que los tutsis fueran sus vecinos, ni que fueran niños o mujeres, ellos cantaban y danzaban como orgullosos guerreros sobre los cadáveres de sus víctimas.
"Me costó pensar, años después del genocidio, que personas cercanas a mi familia, como lo fue el asesino de mi hermana, vivieran tan cerca, fueran amigos de mi familia, amigos de mi abuelo. Pero al fin y al cabo, fueron los que mataron a mi hermana". Luck, de entonces cinco años, no tenía forma de saber el destino que le esperaría a Claudine.
Escapando de los asesinos ruandeses
Durante tres meses que duró el genocidio se calcula que, cada día, los hutus asesinaron a 10.000 personas, entre tutsis y hutus moderados. De siete millones de habitantes que tenía el país africano, al cabo de cien días, quedarían seis y un 75% de la etnia tutsi exterminada. En la guerra no se podía confiar en nadie. Los sacerdotes parecían militares; las iglesias, cementerios; los civiles, asesinos y los vivos, muertos.
Mientras Luck huía hacia el sur de Ruanda, con diez años, Albert Gasake empezaba a darse cuenta de los horrores del genocidio, que entraba en sus días más cruentos. Estaba disfrutando de sus vacaciones de Pascua. "La vida era hermosa antes del genocidio. Jugábamos fútbol y comíamos frutas silvestres tropicales", djo Gasake a France 24. Entonces "no podía entender por qué los tutsis se escondían y nuestras casas eran quemadas mientras nuestros vecinos hutus vivían una vida normal, iban al mercado, a bares, incluso celebraban bodas mientras nos cazaban como animales salvajes", añadió.
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© {{ scope.credits }}Era usual que los hutus se pusieran de acuerdo con el Gobierno para emboscar a los tutsis. Cuando la tragedia llegó a su puerta, los funcionarios del Gobierno local "nos dijeron que debíamos ir al ayuntamiento para protegernos. Cansada de esconderse en arbustos, zanjas y plantaciones de sorgo, mi madre, mis hermanos y yo fuimos allí", continúa Gasake, uno de los hijos del genocidio, que ahora se dedica a defender a víctimas como él contra quienes todavía siguen libres tras la tragedia. Esa sería la última vez que vería a su famila con vida.
"Llegamos y encontramos cientos de tutsis. Fue un engaño. El sitio no estaba destinado a la protección sino más bien a ser una carnicería. Más tarde supe que era una estrategia: reunir a algunos sobrevivientes para que fueran asesinados fácilmente. Fue un engaño del Gobierno supremacista hutu en todo el país para aniquilar a todos y cada uno de los tutsis vivos", recuerda.
"Un hutu extremista me mató, pero otro valiente me salvó la vida"
"Aquí es donde recae la paradoja de mi país", dijo Albert. "Los hutus me golpearon con un palo hasta que quedé medio inconsciente, debajo de un montón de cadáveres durante toda la noche", detalló. "No tenía idea de cómo podría salvarme. El silencio de los cadáveres que yacían a mi alrededor aniquilaba mi deseo de vivir". Por fortuna su hermana, que también sobrevivió, lo reconoció y le dijo que debían irse antes de que los hutus volvieran a remover todos los cuerpos del lugar.
No tenía idea de cómo podría salvarme. El silencio de los cadáveres que yacían a mi alrededor aniquilaban mi deseo de vivir”
"¿Pero a dónde?", le preguntó Albert. "No había lugar seguro para los tutsis en todo el país. Sin el coraje de mi hermana me habría quedado allí. Después de varios días de escondernos en arbustos y trincheras finalmente llegamos al distrito de Ntongwe, donde un valiente hombre hutu, Simeon Bapfakurera, aceptó escondernos", comparte el Gasake, que ahora tiene 35 años.
Entre tanto, Luck, su hermano menor, Pilote, y su madre seguían huyendo hacia Burundi. El horror atraía allí a miles de tutsis desplazados que huían de la barbarie. "Éramos realmente numerosos por lo que, si perdías a alguien por un segundo, era casi imposible volver a verlo. Así fue como perdí a mi hermanito Pilote. Y nunca más lo volví a ver", dijo. Sin saberlo, en ese viaje, Luck se dirigía a una emboscada.
"Nos dijeron que los Interahamwe nos estaban esperando. Nos desviamos. Corrimos tan rápido como si nos persiguieran. Estaba debilitado por el hambre", recuerda. El pequeño sabía que escapaba de los machetes y la sangre. Y que las personas podían morir y de la forma más aterradora posible. La traición la conocería más adelante. Por lo pronto, Luck logró encontrar refugio en la casa de unos musulmanes. Una mujer hutu se dio cuenta que su hija les estaba dando agua, porque en una guerra los alimentos se vuelven inalcanzables, y los entregó.
La violación, otra arma de guerra durante el genocidio
Al día siguiente los militares y los Interahamwe se llevaron a su madre, mientras él corrió a esconderse en la cocina junto a otros niños. "Me dijo que cuidara de mis hermanos. Pude ver que tenía miedo de morir". Después de una hora estaba de vuelta. "Sufrió mucho, estaba embarazada", dijo Luck. "Tuvimos que retirarle un ojo porque el Interahamwe la había herido gravemente", recuerda.
La ONU estima que durante el genocidio unas 250.000 mujeres fueron violadas, pero la cifra podría ser mayor. Del conflicto en Ruanda no existen números exactos, solo víctimas y el estigma de los hijos que nacieron de las violaciones, o "los hijos de los asesinos" como los llaman. Los hutus tomaban a las mujeres, las violaban, y en algunos casos les transmitían VIH o las embarazaban. Pero a la mayoría las asesinaban sin piedad.
Si no hubiera sido por los rebeldes tutsis, Luck no seguiría con vida. "El mismo FPR (Frente Patriótico Ruandés) vino a salvarnos y nos llevó a la escuela de St. Andrew en Nyamirambo", donde estaban unas hermanas jesuitas. Pero el pequeño pensaba en su familia, tenía que saber si su padre y sus hermanos habían sobrevivido.
Espere la segunda entrega de este reportaje.
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